Hace algunos años, antes de que las lineas mustias de las gráficas sobre desempleo azotaran las economías del mundo entero, cuando los que orgullosamente nos llamábamos primer mundo todavía nos perdíamos vanagloriándonos en los surcos de nuestro ombligo, muchos creíamos, o queríamos creer, que conforme nuestra mal llamada (sobre todo últimamente) sociedad del bienestar evolucionaba, ésta centraría sus esfuerzos en mejorar y fomentar la educación, tanto a nivel académico, como familiar y social. Después de todo, una persona educada no es necesariamente la que tiene más conocimientos, sino aquella que es capaz de tomar una decisión libre, propia y razonada. Y debido a nuestra propia naturaleza humana, prohibir determinados comportamientos e invertir una cantidad ingente de recursos en tratar de garantizar el respeto de estas prohibiciones, simplemente no funciona. El vaivén de ese péndulo que es la historia, nos ha enseñado en reiteradas ocasiones lo erróneo e ineficaz de estas políticas: desde los tiempos de la ley seca hasta la actual e inmensa economía subyacente derivada de las drogas y la prostitución, el camino no es prohibir, sino educar.
Por supuesto que las prohibiciones son necesarias, El funcionamiento inherente de una sociedad exige la implantación de normas que rijan las relaciones entre los individuos que la integran. Y de estas normas, surgen, intrínsecamente, las prohibiciones. Se trata, básicamente, de delimitar la esfera de la libertad individual para que ésta no se solape con la libertad de los demás. Algo parecido al popular aforismo «mi libertad acaba donde empieza la del otro». Pero estas interdicciones solo deberían actuar como mecanismo residual que llegue hasta aquellos resquicios, siempre extraordinarios, donde la educación no ha podido cumplir su labor. Tampoco deben confundirse con la tutela de ciertos «bienes» que pese ir, al menos en apariencia, ligados a nuestro «yo» más personal, sin afectar, a priori, al resto de personas, son indisponibles incluso para nosotros mismos. El bien jurídico por excelencia de este tipo es la vida. Al fin y al cabo no es más que el mecanismo que tiene la sociedad, como ente colectivo, de protegerse a si misma, de intentar perpetuarse y garantizar su supervivencia por encima de los deseos individuales de quienes la integran. Somos abejas, solo que en nuestra colmena, existen muchos más estratos que en reino de la miel.
En estos tiempos oscuros, no debemos tratar de seguir el camino más fácil, intentando controlar el comportamiento a través de los medios técnicos que la ciencia y la tecnología ponen a nuestro alcance, sino volver a ser consciente de los objetivos y los valores que deben inspirar las normas emanadas por y para nuestra sociedad.
Gracias a Mario, pues aunque me he desviado un poco de nuestra conversación original sobre el tabaco, me ha servido como punto de partida para escribir este artículo.