El nacimiento de la tipografía no puede entenderse sin el nacimiento de la imprenta y, por ende, la materialización del que había sido un irresistible afán humano: lograr transmitir el conocimiento de forma universal, económica y masiva.
Aquella máquina casi mágica, la imprenta, permitió, de un plumazo, que los adalides (y por tanto también censores) del conocimiento dejaran de ser, casi exclusivamente, miembros iglesia. Esta nueva herramienta supuso, indirectamente, la aparición de diferentes diseños de letras con las que, en la imprenta, se confeccionaban los libros. El propio inventor, Johannes Guttenberg, era orfebre de profesión, y dedicó gran parte de su esfuerzo a la elaboración estos diseños, a los que se conocería con el nombre de tipos.
Sabía que para que su invento triunfara (y vaya si lo hizo), por encima de conseguir automatizar el trabajo que hasta entonces llevaba a cabo el clero con lentitud artesanal, debía lograr que los libros salidos de su invento fueran perfectamente legibles; más si cabe, que aquellos creados mediante la caligrafía tradicional. Así, en un primer momento surgieron dos clases de tipografías:
La primera, en el periodo gótico, llamada Textura, imitaba a la caligrafía de los escribanos medievales y fue, por ejemplo, la utilizada por la llamada «Biblia de 42 líneas» (1445), considerado el segundo libro de la historia impreso a gran escala.
Un poco más tarde, entre 1460 y 1470, aparecieron en Italia otros tipos, con la letra redondeada, que imitaban las antiguas inscripciones romanas.
Serían, no obstante, dos alemanes (Sweynheym y Arnold Pennartz), quienes crearían una nueva tipografía híbrida, que mezclara características de las tipos góticas y romanas.
Jenson perfeccionaría todavía más estas letras de inspiración humanista y en la década de 1470, crearía la tipografía conocida como romana de letra blanca, cuyas proporciones han inspirado las tipografías de todos los siglos posteriores, hasta nuestros días.
Por supuesto, la cosa no acabó allí. En algún momento, con el aumento del mercantilismo, a la búsqueda exclusiva de lograr la mejor legibilidad posible, se le unió, primero, la utilización de un diseño en la letra que acompañara visualmente al tono del mensaje que se pretendía comunicas y, después, la necesidad de complementar o incluso definir la imagen de marca. Había nacido la tipografía como elemento esencial en la promocionar productos o servicios y, con ello, una ferviente discusión que dura hasta nuestros días en pos de encontrar las mejores tipografías para publicidad.
La era digital supuso una nueva era para las tipografías. La aparición de un nuevo medio, las pantallas, cuya definición era (sobre todo al principio) muy inferior a la del papel, propició la creación de nuevas tipografías que brindaran una buena legibilidad en esta nueva tecnología. Después de todo, debían poderse distinguir cualquier letra, utilizando unos pocos puntos por pulgada.
A día de hoy, en plena era digital, no debe menospreciarse la elección de una buena tipografía, cualquiera que sea el proyecto (ya sea publicidad, diseño de interfícies, periódicos, revistas, etc.) aunque siempre sin olvidar el objetivo esencial que busca nuestro mensaje (siempre existe un mensaje).