Sus últimos días con vida transcurrieron a caballo entre dos mundos. Pasaba la mayor parte tiempo inconsciente; apenas testigo de la retahíla intermitente de rostros sombríos y olvidados que lo despedían en lúgubre procesión. Rostros que se dirigían hacia él a lomos de funestos susurros, emponzoñando sus oídos con los mismos lamentos disfrazados de distintas palabras. ¿Quién había tenido la estúpida ocurrencia que lo último que quiere oír un hombre es compasión? La anciana cruzó la habitación con paso lento y silencioso. Se sentó sobre el lecho de muerte, y fue acercándose lentamente al rostro del moribundo. Tras el velo de arrugas, el anciano se vio reflejado en los mismos ojos que había conocido cuando aún todavía se atrevía a soñar. El cálido abrazo de los labios de la anciana reavivó durante un segundo la llama de su vida. ¡Cuán tremendamente corta había sido su existencia! Supo que pese a sus más de 90 años, sólo había vivido media vida… Acto seguido su cuerpo murió, pero el suspiro que escapó del saco de huesos y pieles que había sido su cuerpo, todavía conservaba sus sueños. Atravesó la ventana a lomos de una brisa templada, acariciando la tierra que lo había visto crecer, la misma a la que se aferraba incluso sin vida. Se perdió en la inmensidad de lo que queda cuando todo desaparece. Pero hay quien dice que todavía no ha desaparecido por completo. Y que nunca lo hará mientras haya quien lo cobije y lo retenga en su pecho durante un instante. Mientras haya quien suspire…