Recluido entre los férreos barrotes de las manecillas de un reloj, custodiado por el minutero y el horario; no seré liberado hasta exhalar mi último aliento. Esta es la historia de mi condena en una prisión de cinco minutos.
La mañana llegaba a su fin, ya era demasiado tarde para regresar al trabajo pero demasiado temprano para ir a comer, así que traté de distraerme mientras tomaba un café en el restaurante de un pequeño hotel. El local estaba vacío a aquella hora. Incluso el camarero se perdió en la despensa una vez me hubo servido.
El reloj de la sala acababa de dar las doce cuando apareció una elegante pareja de mediana edad. Él, alto y fornido, pasó por delante mío blandiendo una educada y deslumbrante sonrisa. Ella, pequeña y esbelta, probablemente su esposa, lo seguía cabizbaja, ocultando su rostro tras unas gafas oscuras, perseguida por el rastro de un pañuelo de seda que pendía de su cuello. Se sentaron a un par de mesas de distancia.
No podía escuchar sus palabras, pero supe por el tono de sus murmullos que estaban discutiendo. De repente, y con inusitada violencia, el mal llamado caballero la agarró del moño y acercó su rostro hacía él. La besó. Ella trató de apartarlo, mas su intento fue en vano. A su pareja, sin embargo, no pareció gustarle su resistencia, pues en cuanto se separó de sus labios, le giró la cara de una brutal bofetada con el dorso de la mano. Un hilo de sangre brotó de la comisura de su boca. El hombre la volvió a besar, esta vez ella no se resistió. Cuando se separó de su boca, la sangre de la mujer había desaparecido y su acompañante se relamía, orgulloso de su proeza. Pude vislumbrar la mirada ella oculta tras las tinieblas de sus gafas; sus ojos centelleaban ira y vergüenza. Me quedé atónito, paralizado, incapaz de decir ni hacer nada… Se sucedieron unos segundos interminables antes de que él me lanzara una mirada desafiante y se levantase bruscamente, llevándose a la mujer cogida del brazo. Eran las doce y cinco y nadie más había sido testigo de lo sucedido.
Aquella noche, la mujer me visitó en sueños. Ya no escondía, no obstante, el enorme moratón de su ojo izquierdo tras unas gafas de sol, tampoco la seda de ningún pañuelo cubría las magulladuras de su cuello… No decía nada, ni siquiera lloraba pese a tener los ojos inyectados en sangre. Tan solo me miraba fijamente… Jamás podré olvidar aquella mirada de vergüenza y reproche que solo mi conciencia dormida llegó a ver.
-¿Por qué permites que te pegue? ¿Por qué sigues con él? -la espeté con rabia.
Ella no dejaba de mirarme. Sin decir nada, tomó mi mano y la colocó sobre su gélido pecho. No sentí ningún latido salvo el de mi propio corazón azotando mis entrañas. Supe que estaba muerta.
Desperté azorado y bañado en sudor… Afortunadamente, pensé, no ha sido más que una pesadilla. Traté de convencerme a mi mismo de que no podía haber hecho nada para evitar lo sucedido en el restaurante. Después de todo, no podía responsabilizarme de los devenires de cualquiera con quién me topase. Como cada día, bajé a la cafetería de la esquina para desayunar antes de ir al trabajo.
No eran más que un par de columnas en la sección de sucesos del periódico local, pero algo dentro de mi pareció morir cuando leí aquellas palabras. El día anterior, una mujer había sido asesinada a manos de su pareja en el mismo hotel donde se había desarrollado la escena de la que yo había sido testigo. En la noticia solo aparecían sus iniciales, pero sabía que era ella.
Las noches siguientes, y muchas otras desde entonces, he revivido aquellos funestos cinco minutos en mis sueños. Pero cada noche tenía la ocasión de comportarme de un modo diferente. A veces, me encaraba con el marido profiriéndole ignotas amenazas si osaba ponerle una mano encima la su esposa. En otra ocasión, cuando él la estaba besando, me acerqué y le rompí una jarra en la cabeza antes de que me diera una paliza. Otras, simplemente, tomaba a su esposa de la mano, y huíamos ante la mirada atónita del monstruo. Hubo veces que logré salvarla de las garras de la bestia, para siempre. Otras, sin embargo, solo conseguí postergar su muerte algún tiempo, pero sea como fuere, al final de mi onírico delirio siempre había conseguido entregarle, como mínimo, un día más de vida a la pobre difunta.
Y esa es mi verdadera condena, puesto que siempre, cuando despierto, ella sigue muerta. Todavía siguen girando las manecillas de aquel reloj, repitiéndose en en mi memoria, una y otra vez, sin compasión, los mismos cinco minutos en los que no hice nada salvo tratar de esconder mi cobardía. Pero tal vez tú todavía estés a tiempo… Sé valiente, no te desentiendas de nada ni de nadie por quien merezca la pena luchar. La valentía es lo único que, al final, impide que te precipites en el abismo.
FIN.
Este relato fue publicado originalmente en mi cuenta de Instagram, acompañando a la fotografía que ilustra el artículo. Si te ha gustado, puedes leer más relatos en este blog o seguirme en Instagram.