Tan solo la conocía de vista, de cruzármela siempre a la misma hora, hacia la misma dirección. Nunca nos habíamos saludado, pues yo la encontraba tan bella y lánguida, que apenas osaba mirarla. Sin embargo una mañana, quise o creí ver, con ineludible certeza, el brillo mortecino de la pena empañando su mirada. Irresistiblemente atraído, la seguí. Se detuvo a mitad del único puente que comunicaba la isla. Me acerqué lentamente y le pregunté por la pesadumbre que derramaban sus ojos. La hermosa muchacha me explicó, entre lágrimas, que había surgido de un pensamiento, de una idea, quizás de un recuerdo lejano e idealizado… Que no era en realidad real, que había sido engendrada por la pluma y el papel. No era, por tanto, más que el capricho de un escritor trasnochado. Estaba convencida de que era un personaje, ni siquiera protagonista, de mil historias escritas por alguien cuyo nombre no osaba mencionar; un vulgar y mal llamado artista con ansias de inmortalidad, con una afición desmedida por el drama y la tragedia. Un sádico que la hacía sufrir una y otra vez, sin descanso, sin tener la compasión de liberarla de su propia vida. En honor a la verdad, he de confesar que en este punto de su relato, a pesar de la fantasía que me inspiraban sus palabras, quedé convencido por su voz quebrada, pues sonaba como si hubiera vivido mil desamores, mil muertes, mil condenas… y la muchacha apenas parecía tener veinticinco años. “¿Por qué venís entonces a este lugar?” pregunté al fin. “Porque tal vez” -me susurró ella acercándose a mi oído- “si algún día me topo con quien me dio una vida y mil muertes, logre tener el valor suficiente para arrojarlo al abismo”. Y esas fueron las últimas palabras que escuché antes de mi muerte.