Las series de televisión, sobretodo las norteamericanas, están viviendo una edad de oro. Perdidos, Prison Break, 24, Roma, Dexter, Los Soprano, The Wire o Californication son solo algunas muestras excelentes de lo que está sucediendo.
El éxito y la calidad de estas obras resulta indiscutible, y las razones para esto son varias. Para empezar estamos ante una generación de guionistas cuya obra resulta original y atrevida. La mayoría de las series que están triunfando lo hacen con historias diferentes, atrevidas, que huyen de los convencionalismos y clichés tradicionales y que además suelen desarrollarse bajo formas poco convencionales, como por ejemplo en «24» y su desarrollo en tiempo real, con varias cámaras que, a menudo, muestran simultáneamente lo que está sucediendo en diferentes sitios en el mismo espacio de tiempo o en «Perdidos» y los continuos saltos temporales que conforman el verdadero retrato de unos protagonistas más que sorprendentes.
Por otra parte, la tecnología, puesta al servicio de los efectos especiales, ha evolucionado hasta el punto de que, con una inversión mucho más discreta de la que hubiera sido necesaria hace algunos años, es capaz de proporcionar unos resultados cuya calidad poco tiene que envidiar a la mayoría de superproducciones multimillonarias de Hollywood. De esta forma, historias hasta hace poco inviables para un presupuesto televisivo, se han hecho realidad.
Finalmente y a diferencia del cine, la limitación temporal de una serie no está en 90, 120 o 180 minutos, sino, como sucede con los libros, en la voluntad de su autor (o autores) o, en el peor de los casos, cuando así lo determine la falta de audiencia. Gracias a este mayor espacio temporal, los personajes y sus devenires adquieren unos matices, una riqueza y profundidad hasta ahora solo disponible en el mundo de la literatura.