Desde que era muy pequeño, a mi hermano le encantan los tiburones. Todavía recuerdo su mezcla de fascinación y pavor con la vanagloriada película «Tiburón» (Jaws) de Steven Spielberg. Sin embargo, jamás se le hubiera ocurrido irrumpir en el hábitat de estas criaturas marinas y darse un paseo submarino agarrado a sus aletas, sin más afán que el de conseguir un puñado de likes con los que alimentar su ego en las redes sociales o disfrutar de una fulgurante dosis de adrenalina a costa del bienestar de otro ser vivo.
Temerarios de pocas luces han habido siempre y probablemente esta no sea una práctica nueva, pero ha sido en los últimos años, con el auge de las redes sociales, cuando esta peligrosa moda se ha extendido.
Este vídeo muestra como un adolescente se tira para nadar cogido a la aleta dorsal de un tiburón ballena, uno de los escualos más grandes que existe y que, por suerte para el protagonista, no es carnívoro.
A pesar de no ser carnívoro (se alimenta de plancton), se trata de una especie capaz de alcanzar los 12 metros de longitud y las 20 toneladas de peso, cuya boca puede llegar a medir 1,5 de anchura, por lo que cualquier incidente con la misma puede resultar fatal. Además se corre el riesgo de alterar los hábitos y costumbres de la especie.
Curiosamente, este tipo de prácticas, a diferencia de lo que sucede con «cabalgar» a lomos de manatíes, no es ilegal. Supongo que el legislador, en un alarde de sobre-estimación de la inteligencia humana, pensó que la propia naturaleza agresiva de los escualos sería suficiente razón para impedir que nadie en su sano juicio arriesgase su vida de forma tan estúpida. Se equivocó.
¿Debe suceder una fatalidad para que cesen esta clase de imprudencias ridículas? Mejor no; quizás eso solo serviría de excusa para iniciar un nuevo exterminio de especies.
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Mucha bobería es lo que tienen todos estos muchachos.