Desde que poseo memoria, los hospitales se me antojaron como edificios ciertamente extraños. Cuán trajinados puertos sin naves, cuán concurridas estaciones de ferrocarril, tal vez, salvo que no albergan tren alguno. Aun así, es en estos edificios de olor a éter donde arriban y parten a diario decenas de almas, de donde brotan llantos de pena, de alivio y de gozo.
Quiso la casualidad que el otro día acudiera a una de estas estaciones para dar la bienvenida al primogénito de un buen amigo. Mas quiso también mi fiel compañero despiste que errase de planta y acabara vagando lejos de la maternidad, por pasillos con estancias llenas de pacientes (e impacientes) cuyos estados de ánimo parecían indicar que aguardaban, generalmente con redentora ansia y en alguna ocasión con desespero, la partida de su tren. Más azorado de lo que me gustaría reconocer, entré en los servicios para refrescarme un poco antes de cambiar de planta. Me crucé con alguien en la puerta.
-¡Disculpe señor! -exclamé apenas hube entrado- Se olvida su cuaderno.
El anciano se volvió y me escrutó en silencio durante unos instantes. Su rostro, condecorado por arrugas que no otorga la edad sino la vida, ocultaba unos ojos brillantes, plateados y lacrimosos incrustados en lo más profundo de unas cuencas oscuras.
-Se equivoca -respondió lentamente al tiempo que esbozaba una sonrisa taciturna-, eso no es mío.
Se fue sin darme tiempo para reaccionar. Hice ademán de seguirlo, pero en ese preciso instante algo se deslizó de entre las páginas del raído librillo, cayendo al suelo. Era una fotografía. En ella aparecía algo similar a un tiovivo; una de esas atracciones típicas de cualquier feria que se precie. Detrás de la arrugada instantánea, tan solo una frase: “Sigue haciendo girar mi mundo”.
Volví a guardarla entre las páginas del cuaderno y recorrí el pasillo de aquella planta del hospital en busca de su extraño dueño. Justo cuando me acercaba a las últimas habitaciones, salieron de una de ellas varias personas. Un celador empujaba una camilla con un bulto cubierto por una sábana. El anciano con el que me había topado se arrastraba cabizbajo, ausente, sosteniendo una esquelética mano que asomaba por debajo de la sábana. Parecía profundamente afectado por la pérdida. No quise importunarlo, así que decidí esperar sentado en un banco, delante del hospital.
Aunque no osaba indagar en lo que parecía ser algo así como un libro de recuerdos, tampoco quería cargar con la responsabilidad de deshacerme de él de cualquier manera. Pretendía devolvérselo. Aguardé a que saliera tamborileando con mis dedos sobre la curtida cubierta del cuaderno, y con cada uno de los pequeños golpes de mis yemas, aporreaba con mayor intensidad las endebles puertas que mantenían encerrada mi curiosidad. He de confesar que no habían pasado ni diez minutos cuando abrí el cuaderno.
Resultó que el libro era una suerte de caótico diario lleno de anotaciones dispares en el tiempo. Curiosamente, quien quiera que lo hubiera escrito, firmaba simplemente como «A». De las primeras páginas, se desprendía que «A», con apenas veinte años, se ganaba la vida como miembro de una troupe itinerante. Se encargaba del tiovivo de una feria y se pasaba gran parte del tiempo viajando a lo largo de toda España; recorriendo multitud de pueblos y ciudades, donde los contrataban con motivo de la celebración de sus fiestas locales. Fue en uno de esos pueblos, una de esas noches de verano, donde conoció a Gustav Olafsson.
Gustav tenía treinta años y a pesar de su nórdico nombre provenía de un pequeño islote del Caribe. Había arribado a España estando de gira, pues era el cantante y guitarrista de una pequeña banda que gozó de cierto esplendor a principio de los años setenta.
La noche en que se conocieron, la banda de Gustav actuaba en la verbena de la pequeña ciudad donde el día anterior habían montando la feria. El trovador cantaba, tocaba y sentía enérgico y mestizo rock’n’roll; himnos de una revolución olvidada. El concierto duró horas y «A» lo absorbió todo hasta la última nota, atrapando incluso la última púa que lanzó el músico, aquella que arrojó con más sudor e intensidad que ninguna, la que seguiría iluminando a “A” cuando las luces del escenario ya se hubieran apagado. Fue al morir la noche, cuando las conciencias se pierden entre el sueño y la vigilia que, atraídos por lazos hilvanados por miradas de deseo, se encontraron en el tiovivo. Según algunos tórridos pasajes del diario, fue allí donde se descubrieron; donde hicieron el amor y, en última instancia, donde se condenaron. Al día siguiente, Gustav, impulsivo como muchos artistas, convenció a su grupo para seguir a la troupe durante algún tiempo. Debió ser durante esos días felices cuando «A» escribió que había hallado lo que hasta entonces ni siquiera sabía que buscaba.
Semanas más tarde, sin embargo, aconteció un incidente confuso, un suceso que no se menciona directamente en los escritos de «A», pero que tuvo consecuencias funestas. No solo se vieron obligados a separarse. Como en las mayores tragedias, el suyo parecía un amor prohibido. Y por alguna razón que no supe descifrar en aquel instante, «A» acabó entre rejas y Gustav tuvo que regresar precipitadamente a su patria.
El día en el que «A» entró en prisión, anotó el inicio de una cuenta atrás en su diario. Tan solo debía permanecer dieciocho meses por lo que cada día dejaba constancia del tiempo que restaba para reunirse clandestinamente con Gustav. El lugar escogido para el reencuentro era el mismo tiovivo donde se habían conocido (aunque ya no fuera «A» quien se encargara de él). No obstante, a partir de su encarcelamiento, el diario fue tornándose sombrío y perturbador. Al principio, «A» simplemente se desahogaba escribiendo proclamas un tanto extrañas sobre el amor, la justicia y la libertad. Pero a medida que pasaban los días y las páginas, el miedo, y un extraño sentimiento de odio y culpabilidad parecían adueñarse de todo su ser. Las últimas palabras que escribió en el diario, exhibían una caligrafía profunda y temblorosa. Rezaban así:
«Tal vez fue él quien arrojara la púa, pero fuiste tú, ¡oh Cúpido! ocioso verdugo, quién osó disparar la ponzoñosa saeta. No tardarás, víbora impía, en pagar con la misma moneda; no tardarás en expiar tus pecados como yo he expiado los míos.»
Pasé de página y algo removió mis entrañas. Quedé atónito, paralizado, preso por el ardor de un mordisco de hielo que había entrado por mis pupilas y ahora me devoraba por dentro. Estuve tentado de cerrar el diario, pero no pude hacerlo. Era el recorte de un artículo de prensa. La más repulsiva felonía descrita con amarilla morbosidad por algún vulgar cronista. Su titular, gritaba así:
«Aparece niño violado en los aledaños de una atracción de feria. La policía detiene al presunto culpable.”
Supe entonces, por el resto del artículo, que «A» no era la abreviatura de Ana, Alba, o Alicia. «A» era la inicial de Antonio. Y supe también que en la España de la década de los setenta, el amor entre dos personas del mismo sexo no se consideraba amor sino delictiva perversión, y más tarde, apestada enfermedad.
En ese instante, me percaté de que Gustav, el anciano, estaba sentado en el banco de al lado. No sé cuanto tiempo llevaba allí, pero pareció darse cuenta de lo afectado que estaba y se sentó a mi lado para arrojar un poco de luz en lo que no estaba escrito, aquello que no contaron las palabras de ningún periodista sediento de morbo.
Cuando descubrieron el amor prohibido entre Gustav y Antonio, el primero fue expatriado previo pago de una importante suma de dinero. Antonio, sin embargo, no tuvo tanta suerte y, ya en la cárcel, fue sometido a dolorosas y crueles terapias de aversión para tratar de curar su «enfermedad». Para más inri, fue encarcelado junto a todo tipo de delincuentes sexuales. Incluso los propios guardias lo sometieron a vejaciones físicas y psicológicas, encargándose con sorprendente presteza de que los demás presos conocieran los motivos de su internamiento. No tardó en convertirse en una sombra que respiraba y se movía, en un trozo de carne con el que cualquier desalmado saciaba sus apetitos sexuales. Fue despojado de cualquier rastro de dignidad y humanidad. El muchacho soñador y sensible que había sido durante toda su vida, murió en menos de un año. Y cuando la bestia en que se había convertido fue liberada, desató toda su ira contra quien encajara en su traumático delirio, contra el primer niño que encontró. Contra su particular verdugo: Cupido.
A partir de ese momento, Gustav cesó en todos sus intentos de volver a estar con Antonio. Odió a la sociedad por considerarla responsable de semejante desgracia, odió a los padres de la víctima por no haber vigilado a su hijo más estrechamente, se odió incluso a sí mismo por haber conquistado a su amado pero sobre todo, se odió por no poder albergar rencor alguno contra el propio Antonio. Lo único que logró hacer fue alejarse poniendo tanto tiempo y distancia de por medio como pudo, pero jamás logró olvidarlo.
Al acabar su historia, no supe que decir. Permanecimos largo rato en silencio, hasta que Gustav se levantó del banco. Ya no parecía triste sino aliviado. Antes de irse, me explicó que llegó a tiempo para despedirse, para sostener su mano… Y me rogó que me quedase con el diario, que no dejase morir su historia, que no permitiera que cayeran en el olvido las barbaridades acontecidas en un ayer demasiado cercano.