Su aspecto era fruto del abuso de hombres y años. El brillo animal de sus ojos, con frecuencia oculto tras una maraña de cabellos grises, acechaba en cada una de sus miradas. Y un rastro de arrugas profundas alrededor de sus cuencas, era el único testigo de un tiempo en el que tal vez llegó a reír y a llorar. Su boca, custodiada por unos labios escuálidos, era como una herida abierta en medio de su rostro. Por ella merodeaba la sanguijuela de su lengua, siempre con la fea costumbre de lamerse el borde amarillento de unos dientes teñidos durante décadas por el tabaco, el alcohol y su propia sangre. El resto de su cara quedaba engullida por unos pómulos hundidos y moldeados a base de bofetadas. No era, en definitiva, la puta más bella. ¿Por qué, entonces, me enamoré de ella? Su voz… Oh, su voz… Jamás escuché canto más dulce. En mi cabeza, sus palabras me convertían en aquello que había dejado de ser.
Sea como fuere, durante los días siguientes agoté el escaso dinero, que todavía me quedaba, en visitarla una y otra vez. Llegó un momento en el que no me importaba que nos acostáramos. Me bastaba con recrearme en la melodía de sus palabras. Mantenía conversaciones absurdas solo para oírla hablar. No tardé en convertirme en esclavo de su voz. Cuando le decía que la amaba, que la iba a sacar de aquel sórdido mundo y hacerla mía para toda la vida, ella me respondía con tortuosas evasivas. Hasta que un día, cuando fui a verla como de costumbre, me recibió sepultándome bajo un alud de abrazos, besos y risas… ¡Jamás escuchó el mundo un sonido más gozoso que su carcajada!
-¡Sí! ¡Sí! ¡Si! ¡Te querré toda la vida!
Apenas podía dar crédito a lo que oía. Pero de repente, se puso muy seria, y añadió:
-Con una sola condición. Te prometo que jamás yaceré con ningún otro, pero no me preguntes nunca por el tiempo que paso fuera todos los días, desde las nueve hasta pasada medianoche.
Juro que cuando acepté en aquel momento no tenía reserva alguna. Mas no hay pretendiente más obstinado que los celos, ni amante más veleidosa que la confianza. Y la duda empezó a carcomerme de tal modo, que una aciaga noche, no pude evitar seguirla. La encontré cenando con un vejestorio, sonriendo como yo nunca antes la había visto sonreír. Me senté frente a ella apartando de un empujón a su octogenario acompañante y sin apenas poder controlar mi rabia, le espeté:
-¡Zorra! ¡Prometiste qué jamás me engañarías! ¡Qué no me abandonarías en la vida!.
Durante unos eternos segundos, ella permaneció impertérrita, mirándome fijamente a los ojos sin mostrar expresión alguna; no pestañeaba siquiera. Al fin, señaló la copa de licor que había delante de mí y, con total naturalidad, añadió:
-¿No vas a beberte el Brandy que ha olvidado mi acompañante? Sería un crimen desperdiciar un brebaje de semejante categoría, querido.
Sin dudar, agarré la copa con desdén y engullí el líquido de un solo trago.
-¿Por qué? -pregunté. Pero solo la oscuridad me respondió.
Si no hubiera estado tan furioso cuando entré en el local, me habría percatado de que todas las parejas estaban formadas por una persona joven y otra de edad muy avanzada. De que algunos de los ancianos, no estaban en realidad dormitando plácidamente sobre sus sillas. Si no hubiera empezado a gritarle y a insultarla como un energúmeno, tal vez hubiera visto, junto a la copa que bebí, el pequeño frasco envuelto por una ilustrativa etiqueta encarnada: “Belladona. Precaución: una dosis elevada puede provocar la muerte.”