Cabalgaban a lomos de una época rauda y fugaz; apenas se habían despojado de la niñez y todavía conservaban esas ansias irresistibles de jugar donde quiera que estuvieran. De repente, en mitad de la partida, el muchacho se detuvo dubitativo: “En este juego no se puede ganar”, sentenció. “¿Y qué importa?”, respondió ella extrañada, “eso significa que tampoco podemos perder”. Continuaron jugando hasta que se derritió la nieve.